El juez y la fortaleza
Rolando E. Gialdino
Fuente: Investigaciones 1/1999
La marcha por el camino de la justicia es asunto trabajoso, pues los obstáculos no son pocos ni pequeños.
Cada pisada, cada paso, enfrenta al juez consigo mismo y, a veces, con sus pasiones, que tampoco habrá de ser pocas ni pequeñas, pero sí resultar buenas o malas según qué sea lo que las guíe y las ordene.
Una de dichas pasiones es el temor, que puede torcer el rumbo del juzgador al restarle fuerza en el ejercicio de dar, rectamente, a cada uno lo suyo. Pues no es el temor a una enfermedad lo que aquí cuenta, sino a los peligros que entrañe la búsqueda del verdadero bien del que el juez debe ocuparse, cotidianamente.
Es por ello que el juez, en su interior, debe conceder asiento grande a la fortaleza, que da firmeza al alma ante la amenaza de los poderosos.
Ahora bien, la fortaleza es virtud y la esencia de ésta es la de tender al bien. Por ende, sólo es acto de fortaleza el que mantiene al hombre en dirección al bien, desbrozando las barreras puestas por el miedo.
Pero uno teme por lo que ama. Así, el juez puede amar sea a su cargo o a su eventual carrera, y verlos peligrar salvo que pague con inequidad y complacencia.
Sin embargo, el justo sólo encuentra su gozo en la práctica de la justicia, dedicándose a una causa justa. De tal suerte que, en este trance, el antedicho amor no pone más que desorden y trastorno en la casa de juzgador.
Luego, no hay modo de justificar el pago del precio exigido por cuanto la inequidad deliberada del juez, ni siquiera es admisible bajo condición –e íntima promesa- de un futuro justiciero, seguramente conjetural y postergable.
Más aún. La moneda de pago, al fin de cuentas, es propia y es ajena: el juez entrega su alma, pero también entrega al justiciable y a la toga, y ésta es ejemplo y es herencia, ya que otros la visten hoy, y otros más lo harán mañana.
Ganarle al miedo a punta de fortaleza resulta, entonces, negocio provechoso, aun al costo de puestos y de ascensos, si lo que eleva es la virtud y no el estrado.
No faltan, por cierto, los vicios opuestos a la fortaleza. En primer lugar, la pusilanimidad, que lleva a acomodar los actos no a lo justo, ante el miedo de ver postergadas metas personales, siempre subalternas.
Seguidamente, la incapacidad de temer. Porque se es fuerte sólo cuando se enfrenta un riesgo por amor a lo que se debe amar y se teme su pérdida. El inerte o el presumido no superan el temor por fortaleza, sino que sólo lo desconocen, y por indiferencia o falta de compromiso.
Finalmente, la audacia no es menos vicio, toda vez que siendo el ejercicio de una fuerza al menos desproporcionada o inoportuna, tampoco conduce a lo justo, sustituyéndolo, habitualmente, por la vacua ostentación en la causa fácil e inocua.
El camino del que hablamos viene a resultar, en consecuencia, camino venturoso aunque de veredas difíciles.
Empero, caminarlas animados por la fortaleza puede silenciar el miedo y, así, dejar oír el reconfortante canto del salmista en su elogio del justo: “seguro está su corazón, no teme: al fin desafiará a sus adversarios”.
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