La justicia de cada uno

La justicia de cada uno

Rolando E. Gialdino

Fuente: Investigaciones 2/1998

La iniquidad social no es, por cierto, sólo la consecuencia de leyes o constituciones equivocadas –dice el filósofo-, sino de la iniquidad con que individualmente vivimos y de la cual a su vez provienen leyes inicuas.

Dicha iniquidad resulta, por ende, hija de causas recíprocas: la ley inicua, que genera injusticia y corrompe el natural ordenamiento de la vida social hacia el pleno desarrollo de la persona humana y del bien común y la vida individual inicua que, a su tiempo, es productora de leyes inicuas.

Las normas legales injustas no son, por ende, ajenas a nuestros actos personales.  Por el contrario, las primeras suelen surgir y arraigarse, precisamente, según la extensión de los terrenos indiferentes o refractarios a la simiente de la justicia. La maleza es fruto de tibios y de omisos, pero no por ello le faltan sembradores.   

La cuestión de iniquidad social se inserta, entonces y de lleno, en el plano de nuestra individualidad. De la responsabilidad indelegable de cada uno. De la renuncia, entre otras cosas, a un individualismo egoísta y disolvente, adoctrinado por una moral sin otro norte que el de la supervivencia del sí mismo. Pues, por lo antedicho, la ley injusta, la sentencia injusta, la justificación de lo injusto, las cátedras de lo injusto, la abogacía por lo injusto, la abogacía por lo injusto, aprovechan los resquicios que le proporcionan las almas claudicantes, y se nutren de las envilecidas y adulonas.

No son el azar ni los vientos las causas de la injusticia.

Pero así como una sociedad resulta estragada por la iniquidad personal, el diario compromiso personal con la justicia la recrea y reconduce.

Mas el azar y los vientos tampoco son causa de la justicia.

El camino pasa por el distingo entre lo bueno y lo malo, cuyas señales no las provee la ley positiva, ni los convencionalismos, ni el provecho contingente, sino la  consulta a la moral. Y también pasa, necesariamente, por la voluntad que consiente con el bien así distinguido.

Luego, la justicia de la que hablamos depende de las mujeres y los hombres que procuran, cada uno desde su plaza –que en esto no las hay ni grandes ni pequeñas- discernir, con base real, entre lo bueno y lo malo de sus actos personales orientados hacia la sociedad. Y que, al unísono, ponen al servicio de esa distinción, con fervor e incluso con coraje, la voluntad de cumplir con lo justo.

Se trata, en suma, de obrar en lo individual al modo del afanoso juez, que “examina la moneda para juzgar cuál es justicia falsificada y cuál no”

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