Pequeña ensoñación acerca de la enseñanza de historia

“Es raro que yo pueda saber lo que pasó en Ur de los caldeos, hace ya tantos siglos, y no lo que pasará en esta casa dentro de unos minutos, digamos, un llamado de teléfono.”

Jorge Luis Borges. Historia de la Eternidad.

         Encontrar placer en un dialogo anacrónico es una peculiaridad que nos podemos permitir quienes soñamos con hallar algún tipo de porvenir en el pasado. Algunos, no solo nos conformamos con esa extraña aventura sino que la propagamos a jóvenes para que ellos puedan unirse y continuar con el legado de Heródoto. Debo confesar que desconozco la importancia de dedicarle tantas horas a la historia durante la educación obligatoria. De ser honesto preferiría que ese caudal de módulos sea utilizado para algo vital como expresiones artísticas, lógica, filosofía, matemática. No lo hago con un tinte descalificador. La historia debe ser un deleite y no todos lo disfrutan. Sin embargo, la historia escucha a todo aquel que le hable, sin inclinarse ante nadie, para luego entregar la pura verdad al que observa y busca respuesta. En esta ensoñación recién promulgada esta la búsqueda de una incoherente objetividad. Existe algo hegeliano en la construcción de histórica, primero es realidad, acción luego pasa a convertirse en historia para ser realidad y acción pretérita que configura nuestra cultura y nuestra naturaleza humana. En esto último esta el provecho de unos para someter a otros. Ahí se encuentra parte del estudio. Entonces debemos (los profesores de historia) enseñar a leer la realidad entre líneas. El segundo objetivo es lograr que la duda sea algo sistemático para quien se acerque a esta disciplina. Lo quijotesco radica en entregarles ese poder camuflado de carga a los estudiantes. Notamos en sus ojos el hastío de tener que escuchar a docentes fanatizados por algo tan, aparentemente, alejados a ellos como un dialogo entre Marco Polo con el Gran Khan o las reformas borbónicas. Les hablamos de la importancia vital en su vida de un episodio ocurrido hace varios siglos. La lógica respuesta de ellos es la abulia generalizada.

       Los profesores siempre encontramos a algún estudiante que se siente afectado por algo tan inusual como el último sueño de Tiberio Graco o quien con tristeza sabe que Alejandro detiene su avanzada triunfal para luego volver y morir en Babilonia. Está, también, quien siente en carne propia los jirones de fuego que trasladan a Giordano Bruno de su auto de fe a festejar su nueva vida en un universo paralelo. Todas estas emociones conviven en lo recóndito de nuestro cuerpo. Son medallas por inspirar a una persona a sentir que también es parte del tiempo. Todos somos la carne de la historia. Convivimos con ella en nuestras decisiones, en nuestras obligaciones, en nuestro ocio, placer, resignación, hasta nuestro amor. Somos hombres que estamos parados en los hombros de gigantes que nos llevaron a donde pertenecemos sin saber porque pertenecemos. Yo estudié historia por la historia en sí, no por la docencia. Sentir en alguna de mis clases a algún joven interesado por ella hace que valga la pena todos los años que nos podemos dedicar a comprender, por ejemplo, porque el César atraviesa todos los años el Rubicón.  

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